En el 2016, luego de #MiPrimerAcoso, se convocó a una mega movilización feminista en todo México. En ese entonces yo había regresado a vivir a Saltillo, después de 10 años de vivir en la CDMX. Saltiranch, como le decimos afectuosamente, también se sumó, novato pero con muchas ganas, a la Primavera Violeta.
El horror que se escribe en este país sobre los cuerpos de las mujeres no es nuevo: empezó hace un par de décadas con las muertas de Juárez y, desde entonces, no ha hecho sino cambiar de sedes, formas y discursos. Sin embargo la constante pues, es eso, una constante: mujeres violadas, asesinadas, desaparecidas, desmembradas, cercenadas, perdidas. Cuerpos desechables, notas rojas, interminables discusiones políticas. La consecuencia de todo, parecía hasta hace pocas semanas, era la naturalización de esa violencia: aceptar como destino inevitable que México es una patria que siempre trae un ojo morado.
La pregunta, entonces, es por qué tardamos tanto en movilizarnos en torno a este tema. Quizás no es La pregunta, pero al menos es una cosa que no he dejado de pensar desde que salió la convocatoria para la marcha del 24 de abril, y mis amigas feministas en Facebook y en todos lados alzaron la voz para celebrarlo: ¡ya era hora! Claro, ya era hora, ya hasta se nos estaba haciendo tarde, pero ¿por qué tardamos tantísimo? Yo he salido a marchar por el desafuero del peje, porque nos robaron la presidencia, por el movimiento 132, para pedir la democratización de los medios de comunicación en México y, obviamente, por los 43 estudiantes desaparecidos en el 2014. En todas esas coyunturas marché en contingentes feministas. Ahí estuvimos, vestidas de violeta y gritando consignas no sexistas. Acompañamos, lloramos, exigimos. Y luego, irónicamente, parece que repetimos el estereotipo de las madres abnegadas que abrazan todas las causas, menos la de no ser la única que limpie la mierda que el resto de la familia deja en el baño. Nos hemos indignado con las miles de razones para la rabia que en este país caen como maná: diaria, gratuita e imperceptiblemente, pero no habíamos sido capaces de poner nuestras vidas y a nuestras muertas en el lugar protagónico de la política.
Y entonces, más tarde que temprano, surgió la convocatoria: hagamos la primavera violeta, salgamos a marchar contra las violencias machistas- así, en plural, como buenas hijas de los tiempos - mirémonos a los ojos y recordemos que no estamos solas, que esta lucha se pelea en colectivo, o las posibilidades de ganarla de plano desaparecen.
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A mí el 24A me agarró en Saltillo, ni modo. Con el miedo de que no hubiera quórum suficiente, llegué al solazo norteño de las 5:00 pm en la Alameda, lista para al menos tomarle el pulso a esta ciudad que no termino de reconocer. Sorprendentemente, estaban poco más de 70 personas, en su mayoría mujeres, esperando que saliera el contingente. Todas ellas venían a la marcha con la actitud de ir a presentar una tabla gimnástica en la secundaria. No lo digo de forma peyorativa, lo digo porque se notaba un chingo de trabajo previo al aparecerse en la alameda a las 5:00pm: un grupo venía uniformado con camisetas negras y paliacates morados, todos del mismo tono; otro grupo venía de color morado/violeta, todas cargando carteles con las mismas consignas y tipografía; había un par de niñas con muñecas con listoncitos violetas y consignas en miniatura, una señora repartía pulseras del mismo color. Yo llegué con el habitus chilango de estar 20 minutos después de lo citado y, 15 minutos antes de lo citado (o sea 35 antes de mi hora calculada), las amigas con las que iba a marchar ya me estaban llamando al celular para preguntarme que dónde estaba. Ésa era la atmósfera de los 15 minutos antes: 70 mujeres (y unos cuantos hombres), todas preparadas para marchar: tenis, botellas con agua, cantimploras, cachuchas, lentes de sol, pancartas traídas de casa, o sea, no hechas ahí al trancazo con un lápiz labial, uniformes.
En este extremo tono de organización, orden y cordialidad, protección civil apareció a tiempo, y educadamente le dijo a la organizadora que tenían órdenes de no dejar que cerraran la calle de Victoria, por el tráfico. La organizadora dijo que entonces marcharíamos por Aldama. La agente de protección civil dijo que OK, que siguieran a la patrulla. La organizadora dijo que muchas gracias. La de protección civil se fue manejando la patrulla, acompañando las consignas con el claxon de tanto en tanto.
Finalmente salió el contingente, con el Colectivo Revolución Púrpura a la cabeza. Otra vez el orden presente: repartieron hojitas con las consignas impresas, y las íbamos gritando por orden numérico: primero la primera, después la segunda, y así sucesivamente. Las consignas eran las mismas de siempre: no me da la gana ser asesinada por quien dice que me ama; señor, señora, no sea indiferente, se mata a las mujeres en la cara de la gente; lucha, lucha, lucha, no dejes de luchar, por una patria justa, feminista y popular. Y tiemblen, y tiemblen, y tiemblen los machistas, que América Latina será toda feminista.
No había ni un megáfono, ni un tambor, ni sonido, ni nada. Sólo las voces de quienes marchaban y se animaban a gritar consignas. No todo mundo gritaba, otras asistentes sólo se reían y alzaban sus cartelones para protegerse del solazo norteño y también, quién sabe, de las miradas de los transeúntes.
El grupo de adelante iba caminando demasiado rápido, así que la marcha duró más bien poquito: el tráfico no se interrumpió por más de 30 minutos. En la calle de Aldama la gente se paraba y salía de las boutiques y zapaterías como si se tratara de un desfile; se detenían en las banquetas, nos veían, sonreían burlonamente (algunos), solidariamente (muy pocos), sin expresión reconocible (la mayoría). Y bueno, tampoco había tantísima gente en las calles: eran las 5:30 y quizás ya mencioné muchas veces el factor solazo norteño.
Una periodista nos tomó fotos, mi amiga V. se rió y dijo "ahora sí mi mamá no se va a acabar la carrilla", el resto del grupo soltó una carcajada. “A ver qué me dice mi novio cuando me vea en el periódico”, dijo otra también entre risas.
Llegamos a la plaza de la Nueva Tlaxcala, tampoco nos dieron permiso de ir a la de Armas. Nadie sabía qué hacer: el contingente sonreía, alzaba otra vez las pancartas, ¡había durado tan poco! "¿y ahora qué hacemos?", me preguntó el tipo de al lado, "no sé", le dije, "esperemos a que las organizadoras den instrucciones". Pero ellas no daban instrucciones, y no tenían sonido, ni megáfono, ni pódium, ni nada. A alguien se le ocurrió que hiciéramos un círculo, lo hicimos. Seguimos gritando consignas otros 10 minutos, en orden. El sol, el calor, los ánimos que iban serenándose. La gente se empezó a dispersar: comprar aguas en el Oxxo o sentarse en una sombrita en la acera de enfrente. Finalmente las organizadoras pusieron dos pliegos de papel estraza y marcadores en una pared y en el piso: que si queríamos podíamos pasar a escribir historias de #MiPrimerAcoso, tema que había estado en las redes sociales de México desde el día anterior. Que no nos fúeramos, pronto llegaría el sonido y un espectáculo de belly dance.
El contingente feminista empezó a hacerse más difuso, familias se acercaban cuando finalmente llegó el sonido y puso una canción de rap, marchistas empezaron a irse, todo fue cambiando de colores. Ya no predominaba el violeta. Una vez terminado el espectáculo, cuando finalmente se leyó el comunicado, la mayoría de la gente ya no entendía muy bien qué tenía que ver una cosa con la otra.
Nosotros nos fuimos asoleados a buscar algo de tomar, sólo para llegar a un establecimiento después de las 8:00 pm, y que nos dijeran que ya se había terminado la venta de alcohol. "Es domingo, y a esta hora ya no nos dejan, disculpen, estamos en Saltillo" , nos dijo la irreverente mesera. Ni siquiera pudimos llevar a cabo el sagrado ritual de contarnos la marcha frente a un tarro de cerveza.
Todo fue así: novato, chiquito, esforzado, sin la espontaneidad del hábito, sin la práctica de externar la rabia o la alegría. Gente que iba con mucha expectativa y mucha decisión, y que se fueron contentas con la aventura de haber hecho algo, y de salir en el periódico "haciendo desmadre", aunque el mayor desmadre, creo, fue no haber marchado por la banqueta.
Y, sin embargo, a mí es la marcha que más honestamente me ha hablado de despertares.
Entonces acá tengo que correr la cortina y hacer un flashback al lunes antes de la marcha, en casa de V., en donde nos reunimos tres chicas, V., y yo, a hablar sobre feminismo, decidir si íbamos a marchar juntas, y si nos íbamos a presentar como colectivo. "Colectiva", les dije yo, porque ése es el léxico del movimiento feminista. "Colectivo", corrigieron ellas, "todavía no somos tan radicales".
Ese lunes todas, sin excepción, me dijeron como disculpándose que "estaban en pañales". Una de ellas me dijo: "yo sí concuerdo con esto que estamos discutiendo, pero creo que me falta mucho para llegar a decirme feminista". Las demás dijeron sentirse igual. Luego hablamos de procesos, y de cómo ser feminista es tan fácil como empezar por apropiarse ni más ni menos que del propio cuerpo: que nadie lo toque sin nuestro consentimiento, que nadie lo violente, que nadie lo consuma, que nadie lo juzgue, que nadie lo humille, que nadie le dicte la agenda ni le cuente las calorías.
Yo, feminista, abortista, solterona, sin hijos, que hace 8 años salí corriendo de la conservadora sociedad saltillense para volverme invisible en el D.F., el domingo marché junto a ellas, el naciente colectivo, y al verlas sonriendo para el periódico Vanguardia, y gritando por la calle de Aldama que la alerta feminista camina por Saltillo, no pude sino sentirme llena de admiración. Qué jodidamente valientes estas chicas que un día antes fueron a Suburbia a comprar camisetas del mismo color: violeta.
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