Este texto forma parte del proyecto "Cuatro cartas a casa", que coordinó Sylvia Georgina Estrada y del que amablemente me invitó a ser parte. Pueden ver en Youtube (canal Secretaría de Cultura de Coahuila, Arte Resiliente) los videos que Syl hizo en respuesta a mi carta y a las de Aída, Ana y Margarita.
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Ya perdí la cuenta de los días que tengo encerrada en mi casa. Al principio iba tachando el calendario, pero pasando los 50 días el ejercicio perdió un poco de su novedad, así que ya no sé exactamente cuántos días tengo sin ver a mis amigas, o sin salir a la calle a hacer mi vida normal. Es decir, todo lo normal que se puede construir una vida cuando se vive como extranjera.
Sé que suena un poco extraño decir esto, pero siento estos meses como un descanso, precisamente, de mi extranjería. Encerrada en mi casa no tengo que hablar un idioma distinto al mío, ni tengo que ser demasiado cuidadosa de mis gestos o de los gestos de los demás, ni tengo que esforzarme tanto por entender las referencias culturales o políticas de la gente que me rodea. En casa puedo ser todo lo mexicana que quiera, todo lo mexicana que soy, sin que eso me haga sentir fuera de lugar.
Me sorprendo cuando salgo a la calle y me encuentro con este paisaje tan conocido y, sin embargo, tan lejano. Aunque al decir esto vienen otras complicaciones, porque entonces ¿no es ésta mi casa? Y si digo que mi casa es México, ¿me refiero a la Ciudad de México, donde viví 10 años, o a Saltillo, donde nací y viví hasta los 20 años? La otra vez platicaba de esto con mi terapeuta; me dijo algo así como que mi casa son los lugares que extraño, y mi idioma son las palabras con las que aprendí a sentir. Al principio me quedé satisfecha con esta explicación, pero después todo se vuelve a complicar, ¿extraño, por ejemplo, ciertos lugares de Saltillo, o más bien extraño a la Natalia que habitaba esos lugares? Lugares, lenguajes, identidades, todo se me confunde y me deja llena de nostalgia. Quizás extraño a todas mis Natalias anteriores, incluso a las que no eran tan libres, incluso a las que habitaban lugares que en ese preciso momento no se sentían felices. De Saltillo, por ejemplo, extraño los lugares que eran mis lugares, pero que me tomó muchos años y muchos procesos reclamarlos como míos y aprender a verlos con ternura.
Por ejemplo, uno de estos lugares que en Saltillo siempre fue mi lugar, muy a mi pesar, fueron los mercados de ropa de segunda mano, algunos en la Guayulera y otros en otras colonias (en mi familia tenemos todo un código a partir de eso: “el mercado de Gumosa, el mercado de las cocheras, el mercado donde se pone la señora de las bolsas”). Durante buena parte de mi vida los ingresos familiares fueron muy limitados. Mi papá alternaba periodos muy largos de desempleo con trabajos informales: fue taquero, taxista, lavaba sábanas y manteles de un par de hoteles; mientras que mi mamá era principalmente ama de casa que jamás dejó de tener actividades económicas también informales: daba transporte escolar, hacía trabajos de costura, vendía perfumes por catálogo, entre otras cosas parecidas que permitían ayudar al gasto familiar.
En esas condiciones de limitaciones materiales, los mercados de segunda eran el único lugar para el que nos alcanzaba. Por eso te digo: era mi lugar como hija de una familia sin varo, mi lugar como adolescente que jamás pudo estrenar nada, mi lugar totalmente ajeno al lenguaje de moda, marcas y estatus en que mis compañeras de escuela se movían.
Y si ése era un lugar que supe como mío, podría decir también que, en gran medida, aprendí a sentir en mercadito, a encarnar al mercadito. De esta estructura afectiva de los mercaditos se me ocurre, por ejemplo, la verguenza, porque siempre me daba mucha pena que mis compañeras de escuela supieran que compraba toda mi ropa en los mercados de segunda. Alguna vez llegué a toparme con algunas de ellas ahí mismo, entre las pacas y las tarimas de 20 pesos y, en vez de saludarnos y reconocernos en el gesto de compra, el protocolo era fingir que no veías a la otra, pasar de largo, jamás mencionarlo ni hablar de ello. El otro protocolo era quedarse callada cuando el tema de la ropa de segunda salía en las conversaciones y mis compañeras externaban sus adolescentes opiniones al respecto: qué asco usar ropa usada, ellas jamás lo harían, si alguien usaba ropa de mal gusto seguro era “ropa de la Guayulera”.
Sin embargo, lo que más extraño de ese lugar, de habitar esa marginalidad, no es por supuesto la verguenza ni el conocimiento de que no me alcanzaba para otro tipo de tiendas, sino todo lo demás: toda la vida y todos los afectos que emergían ahí, en ese afuera.
Extraño, por ejemplo, el azar y la sorpresa. Porque en los mercados de segunda muchas cosas se reducen a la suerte: puedes encontrar un vestido que te encante, pero que no sea de tu talla. O uno que sea hermoso y de tu talla, pero que tenga una quemadura de cigarro o una mancha que no se quita. Puedes encontrar los pantalones que te hacen falta, aunque en un color que jamás hubieras usado de otra forma. Hay veces en las que el azar te favorece, y encuentras una prenda que te gusta, te queda, está en buenas condiciones, y la marchanta te la deja en sólo 50 pesitos. Esos momentos de buena fortuna se hacen adictivos (mi hermana y yo teníamos un “bailecito de la felicidad” para festejar esos hallazgos). Ahí hay un aprendizaje que hasta el día de hoy valoro mucho: que para muchas de nosotras, que no tenemos el control ni las decisiones que el dinero permiten, lo único que resta es confiar en el azar, en la buena suerte, en la búsqueda. Y hacer bailecitos de la felicidad cada que la vida nos soprende con algo que no se suponía sería para nosotras, pero que sin embargo cayó en nuestras manos.
Otra cosa que extraño mucho de ese lugar (y de esa Natalia, supongo), es el asombro, la voz bajita que muy atrás de mi cabeza me hacía pensar que algo muy jodido había en el mundo. No era jodido que yo no pudiera irme de compras a McAllen como el resto de mis amigas: era jodido, en cambio, la abundancia de ropa de segunda mano en buen estado que alguien más, habitante del sueño americano, se daba el lujo de desechar cada cambio de temporada. Porque en los mercaditos hay de todo: bolsas, zapatos, sombreros, carteras, maletas, juguetes, colchas, y todo tipo de ropa. Una vez me encontré una bufanda artesanal de alpaca hecha en Perú. Ese tipo de compras no sólo me hacían muy feliz, sino que además me daban mucha curiosidad: seguro una de esas gringas que viajan por el mundo, con sus pieles bronceadas y sus mochilas de viajeras profesionales, había comprado esa bufanda como souvenir, quizás al llegar a su casa le pareció que no era de su estilo y por eso la donó, nuevecita, con todo y etiqueta, hasta que llegó a las pacas, hasta que llegó a mis manos de estudiante universitaria que usaba morrales y blusas de manta. Sin saber entonces nada sobre desigualdades, desarrollo y subdesarrollo, consumismo, economía de mercado y demás conceptos útiles para analizar el comercio informal, algo había en los volúmenes de ropa, en su calidad, en su carácter de desperdicio para unos y tesoros para otros, que resultaba no sólo injusto sino también fascinante. De esto se derivó una especie de sentido común que conservo hasta el día de hoy, y que me hace pensar que es no sólo inmoral sino también ridículo pagar precios exorbitantes por una prenda de ropa.
Finalmente, lo que también extraño de los mercaditos es el gozo de lo comunitario. Comprar ropa en ese espacio es una actividad muy social que pasa por conocer y saludar a las marchantas por años, bromear, regatear, ver rostros familiares después de tantos sábados de mercado, recibir opiniones no pedidas sobre si el abrigo que te estás midiendo te queda bien o se te ve apretado, enterarse de la vida y obra de las vendedoras y sus familias, así como, a partir de su experiencia, de cómo están las cosas en la política estadounidense: “ahora sí está dura la pasada de ropa”, “el dólar va a subir y con ello el precio de las pacas”, “si construyen el muro este negocio va a ser imposible”. En los mercaditos siempre hay música, comida, interacción. Los márgenes, aunque injustos, no siempre son opresivos: en esos lugares florece la vida, la curiosidad, los cuestionamientos y la solidaridad.
Como te decía, tuvieron que pasar muchos años y tuve que mudarme muchas veces de ciudades y de piel para aprender a reclamar mis lugares, para que la vergüenza diera paso a apropiarme de mi experiencia e historia. Es curioso que, hasta la fecha, el único lugar de Saltillo con el que sueño es el mercadito; que sea también el único lugar que me parece irremplazable, o el espacio que permite el juego más divertido de las feminidades subalternas que mantengo con mi mamá y mi hermana: ir de compras no es ir a un mall y entrar a un vestidor privado a encontrar tu talla: ir de compras es, en cambio, el despliegue de una serie de habilidades, la esperanza de que sea un día de suerte.
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