En esta mini crónica cuento uno de mis primeros encuentros con el raciclasismo de la comunidad latinoamericana en Pretoria, ciudad a la que me vine a vivir en 2017. Este texto se publicó en la Revista Cuadrivio originalmente.
A veces me siento tan aburrida,que termino haciendo cosas que en otro contexto nunca. Es lo que dicen siempre sobre el aburrimiento y su función creativa, hay una cosa muy viva en buscar formas de entretenerse y yo por ahora le doy rienda suelta a mis ocurrencias: hago ejercicio con videos de youtube, escucho audiolibros, leo, veo series, cocino, pongo cumbia y limpio la casa, mando mailsa amigos que hace mucho no veo, etc., etc. Y así, por estas decisiones tomadas con el cuchillo del aburrimiento raspándome la espalda, dije que sí cuando una señora mexicana me invitó a una especie de excursión con más señoras de la comunidad latina, «vamos a ir a comprar cosas a una tienda de artesanías que está como a 30 minutos de Pretoria», la ciudad en la que ahora vivimos.
Lety, mi paisana, pasó por mí a eso de las 10 am, fuimos a su casa y esperamos a que el grupo estuviera completo: se unió una señora peruana, una señora argentina, las hijas de ambas (de unos 20 años), otra mexicana, y una brasileña, quienes forman un grupo con base en lo que tienen en común: son, todas, esposas o hijas de los agregados militares de sus países en Sudáfrica. La población latinoamericana en este país es muy reducida, y por eso no resulta extraño que en cuanto lleguen busquen integrarse en pequeñas comunidades: «somos la familia lejos de la familia», dijeron, y el torrente de anécdotas que vino a continuación parecería confirmarlo: viajes compartidos, reuniones semanales, cenas, desayunos, cumpleaños, fotos. El motivo de la excursión era, justamente, comprar un regalo para una de ellas que está a punto de volver a su país.
Hay, como decía, muy pocos latinos aquí, y esos que están son representantes de una clase política y social con la que no tengo muchas oportunidades de convivir en México. Recordé esto a los cinco minutos de ir en el auto, cuando la conversación giró en torno al tema de la educación en nuestros países, y la diferencia de ésta con la sudafricana. Lety señaló las virtudes del sistema Cambridge en la escuela de sus hijos, y se quejó con tristeza de que en México hay muy pocos colegios que la ofrezcan. A esto, Fátima (argentina, 20 años) respondió que ella tuvo ese mismo sistema en su país, que en Argentina no hay tan pocos colegios que la ofrezcan aunque son, eso sí, carísimos. Mariana (mamá de Fátima), quizás sintiendo un poco de pudor ante el exhibicionismo de su hija, matizó un poco «nos apretamos el cinturón esos años», después, orgullosa, añadió «pero valió la pena porque Fati habla perfecto el inglés, ahora acá no ha tenido problemas para adaptarse». Rebeca (peruana, señora) se unió a las alabanzas de la educación bilingüe «Rocío también lo habla muy bien, estuvo en una escuela de sólo inglés desde chiquitita», Rocío (peruana, 20) dice que pese a todo en Sudáfrica ha tenido problemas con el inglés fuera de la escuela, claro, cuando va a los centros comerciales y no entiende el acento. Lety dice que sí, que lo que pasa es que en Sudáfrica las escuelas públicas tampoco tienen muy buen nivel, y no enseñan a «hablar bien el inglés». Me imagino que hablar biensignifica sin acento, porque todas entienden y asienten, algunas riendo. Después Rocío (peruana, 20) cuenta la anécdota de una tía suya que vino de Londres y a la que la dependiente de una tienda no le entendía, «imagínate, que no entiendan el inglés de Londres, que es como se debe pronunciar, creo que es ya too much». Risas.
En las dos horas que siguieron hablaron/mos del nuevo iphone y de lo mucho que ha tardado en llegar a SA; de la UNAM, de la UBA, y de cómo cada año pierden en calidad; de lo peligroso que es salir a las calles de Pretoria solas, por el acoso de «los morenos» (cosa rarísima sentir cierto pudor y evitar la palabra «negros», quizás porque en nuestros países es tan mala que no se quiere ofender a nadie tampoco aquí…); de viajes, pues todas ellas junto con sus familias salen dentro de un par de semanas hacia Tailandia: están emocionadas, esperan que las playas no sean tan “feas” como las de Sudáfrica. Lo que vale la pena, dicen, son los paisajes. Me recomiendan que no pierda el tiempo yendo a las costas cercanas, y que mejor «convenza a mi marido« de que me lleve a Taliandia, o a Bali, que Bali también es precioso («ay sí, ¿te recordás esas plashas?, ahí me quiero casar», afirma Fátima, argentina, 20. Las demás ríen, qué ocurrencia, esta niña es una soñadora…)
Llegamos a la tienda de artesanías, me escabullo y aprovecho para comprar tonterías: un imán para el refri de mi mamá, una postal, cinco muñecas de la región de KwaZulu Natal. Una de ellas se acerca a ver lo que llevo en la canasta. Me dice, en tono de confidencia, que no se me olvide irme de Sudáfrica con las tres cosas obligadas: un diamante, una tanzanita, y una bolsa de piel de avestruz.
Después pasamos todas juntas a la joyería, yo me embeleso un poco viendo los diamantes pero, sobre todo, viendo los precios, que me parecen irreales y que por eso mismo me generan un morbo infinito: ¿quién puede pagar esto por una joya? La respuesta llega apenas unos minutos después, ya que una de nuestra comitiva se anima a comprar un dije que, simbólicamente, tiene la forma del continente africano, y en la punta una tanzanita. Las demás celebran la adquisición de forma quizás un poco exagerada: está «preciosa», y la tanzanita es «grandecita», y además, qué suerte, estaba de rebaja. No faltan las bromas alusivas a lo que va a decir su marido cuando vea lo que pagó. Ella responde «no importa, mi marido me consiente mucho», las otras celebran, «qué ídolo».
Emprendemos el camino de regreso, siguen hablando del viaje y de los preparativos, de la cena que hará no sé quién mañana, del rol de desayunos al que parecen apegarse de forma bastante disciplinada («la semana pasada fue en casa de Lety, sigue en casa de Sandra»). Yo he tratado de ser todo lo amable que puedo, quizás por eso cuando me despido me dicen que puedo contar con ellas para «lo que se me ofrezca», y que esperan verme otra vez aunque no pertenezca a su grupo. Una me aconseja: «ya viste que somos muy unidas, debe haber un grupo así pero para esposas de diplomáticos, no de militares». De todas formas y pese a mis esfuerzos calculados para ser amigable, me recuerdan que soy una intrusa entre ellas. Que mi lugar es otro, aunque sea sólo por el rango de mi marido(que no es mi marido y lo he aclarado varias veces, pero supongo que igual que con la absurda sustitución de negrospor morenos, algo de pena les debe causar estarme recordando todo el tiempo que no hay argolla que sujete el barco…)
Me despido un poco contrariada. Por una parte me siento agradecida de que mi nacionalidad mexicana me valga para que un grupo de señoras me incluyan entre ellas, y tengan conmigo una serie de atenciones sin importar quién soy. Y no, no lo digo a la ligera, de verdad no les importa quién soy: ninguna me preguntó que a qué me dedicaba en México, o qué hago aquí ahora. La única credencial necesaria para subirme a su coche y escuchar parte de sus historias fue sólo ser mujer, latinoamericana, estar de alguna forma vinculada al servicio exterior de mi país, y sí, también tener mucho tiempo libre.
Por otra parte, la asunción de que esas características nos igualan me parece muy conflictiva. Yo era profesora en la UNAM, señoras. De izquierda, además. Y feminista, para rematar. Toda una “progre” que conoce al dedillo las librerías y cafés de Coyoacán. Y ahora estoy aquí, sin saber en qué me convierte sonreír cuando todas sonríen, y tratar de reírme cuando todas lo hacen, y alabar (loszapatoslasuñaselpelo) cuando parece que es lo que corresponde.
Así que la experiencia sería un espectáculo turístico/morboso hacia esas otras realidades que siempre me imagino, pero que nunca sé bien a bien cómo son; hacia esas geografías sociales para las que tengo muy a la mano los prejuicios, pero muy lejos las evidencias empíricas. Y sin embargo el intercambio es más que eso porque al final, después de todo, me habla de nuestros países, de mí país, de mí. De ese proceso que compartimos, sí, ellas y yo, y que estoy tentadísima a llamar colonialidad: la Historia que nos ha producido como latinoamericanas, es decir, como mujeres con un montón de contradicciones que no sabemos muy bien cómo acomodar. Y así, ellas oscilaban de manera no siempre clara entre el desprecio por sus países, y la necesidad de afirmar que – como quiera que sea – no somos tan subdesarrollados como África; entre la admiración por todo lo europeo, y un rancio nacionalismo que dice, lleno de orgullo, que «las playas de México, con el perdón de todas, son más bonitas que las de Bali»; entre la incomodidad de su propio cuerpo latino, la ausencia de referentes para reaccionar ante el cuerpo negro, y entonces terminar afirmando que “las morenas están guapísimas, lástima que cuando se casan engordan un montón”. Contradicciones sin las que es imposible comprender a América Latina, esa región que se debate entre nacionalismos conservadores, pretendidos multiculturalismos neoliberales, y la aspiración de siempre parecer algo distinto a lo que se es, pero ¿qué se es?
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Ese mismo día, más tarde, en una reunión del movimiento FeesMustFall alguien me pediría que hablara frente al grupo y les explicara por qué estoy yendo a los mítines si no soy sudafricana ni estudiante. Yo (mestiza blanca, del norte de México) me presentaría diciendo que «soy una mujer de Abya Yala» y, por primera vez en mi vida, no me sentiría una impostora por ello. Que cada una lo resuelva como pueda.
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