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  • Natalia Flores

Las metáforas de la No-Maternidad



Estoy a punto de terminar mi tesis doctoral. Ahora sí. Ese ‘a punto de’ se ha prolongado por un par de años, pero esta vez sí tengo una fecha límite para entregar la versión final, sí tengo que llenar papeles, y sí cuento con el voto aprobatorio de mi directora de tesis. Ahora sí se siente real.


La semana pasada, en una arranque de cursilería porque, híjole, la verdad es que esta tesis me ha costado mucho pero también me ha dado mucho, se me ocurrió pensar que quizás este proceso creativo, a ratos doloroso y a ratos placentero, en ‘algo’ se parecía al proceso de dar a luz. Metáfora muy poco original, cierto, pero que pensé que de alguna forma, en tanto metáfora, alcanzaba a cubrirme. Llevo mucho tiempo con la tesis, la he visto crecer y pasar de una idea difusa a un documento de 200 cuartillas que se ha alimentado de mí, pero también de lo que me rodea. Es algo que, una vez terminado, tendrá mi indudable firma, pero de lo que yo no puedo controlar el proceso que siga: habré de entregar algo mío al mundo y aceptar la vulnerabilidad que eso implica (espero que le vaya bien y que el mundo sea generoso con ella!).


Después, ciertos intercambios virtuales me hicieron reflexionar más sobre el uso de la metáfora. Algunas mujeres que sí han dado a luz a chamaques (no a proyectos, libros, tesis) me explicaron que, en realidad, el uso de esa metáfora es problemático porque banaliza la verdadera experiencia de la maternidad. Un parto es peligroso, el embarazo y alumbramiento son procesos límite como nacer y morir, es el milagro de la vida en toda su violencia y belleza.


En estas voces escucho un esfuerzo de las mamás por resignificar desde sus cuerpos, saberes y sentires la experiencia de la maternidad. Esto me parece importantísimo en un contexto en el que pocas cosas han sido definidas a partir de miradas patriarcales/capitalistas/racistas, de opresión y explotación, tanto como la maternidad.


Así que quizás la invitación es, más que por disputar metáforas y los significados que conllevan, por imaginar las propias metáforas de la no-maternidad. Más que vincular nuestras experiencias particulares con eso que se supone que todas las mujeres debemos ser o sentir, intentar articular en nuestros propios cuerpos y subjetividades espacios alternativos, desligados de la maternidad como proyecto de vida.


Me gusta la invitación a imaginar metáforas de la no-maternidad. En general me gustan mucho las metáforas y lo lúdico / creativo que conllevan. Si alguien me pidiera que usara metáforas para definir cómo se siente hasta ahora mi experiencia como mujer de 36 años sin hijes, creo que usaría las siguientes:



Ser mujer sin hijes se siente como llegar a un planeta desconocido.




Estoy en este territorio que está todavía bastante despoblado, y del que desconozco absolutamente las reglas y posibilidades. Estar aquí me provoca la misma mezcla de miedo y emoción que lo desconocido en otros espacios de mi vida. El afecto que predomina, sin embargo, no es miedo ni felicidad sino curiosidad. ¿Cómo se verá esta experiencia dentro de 10 años? ¿y dentro de 50? ¿habré alcanzado alguna conclusión original sobre la vida, sobre mí, sobre mi lugar en el mundo? ¿será verdad que es posible conocer El Amor si no soy mamá?


Hay otras mujeres en este planeta, cada una ha llegado aquí en su propio artefacto. Estos tienen algunas cosas en común, pero los colores y materiales son particulares. En mi caso, el artefacto que me trajo está hecho de mucha precariedad material, de miedo por el futuro en lo individual y colectivo, y de deseos de preservar la ya de por sí amenazada autonomía que me queda en la vida. También tiene algunos cables relacionados con mi salud y problemas que desde muy joven han afectado mi aparato reproductivo: ovarios llenos de quistes, ciclos menstruales irregulares, hormonas deficientes. Como ya dije, mi artefacto también está hecho de curiosidad y del deseo de experimentar.


Este artefacto, igual que este planeta, es nuevo. Independientemente de los elementos que lo integran, fue fabricado en un contexto material y subjetivo radicalmente distinto al que habitaron mis ancestras. Es cierto que siempre ha habido mujeres sin hijes; es cierto que la maternidad y la no-maternidad son experiencias que en lo individual se perciben como un territorio inexplorado. PERO también es cierto que las mujeres sin hijes somos un grupo minoritario, novísimo.


Según cifras del INEGI, en el año 2000 del total de mujeres mayores de 40 años, sólo 6.3% no tenían hijes. En el 2020 esta cifra se incrementó a 8.7%. En mi particular rango de edad, de 30 a 34 años, las no-madres somos 15.7%. Aquí hay una ambigüedad interesante para la exploración: somos todavía un grupo marginal, pero nuestro crecimiento ha sido sostenido. Somos poquitas, pero cada vez somos más.


Estas dos características son las que me hacen pensar en la metáfora del planeta desconocido. Porque, como grupo, apenas hemos empezado a existir.


En la exploración de este territorio yo tengo sobre todo preguntas. Si mi proyecto de vida no está relacionado con la maternidad, ¿cómo me defino? Si no creo que la maternidad sea la única forma de participar en el mundo, de experimentar el verdadero amor, de conocer la felicidad, o de dar y recibir cuidados, ¿entonces qué cosas serán las que me permitan acceder a eso? ¿qué caminos alternativos tengo que imaginar y construir? Sobre todo si no queremos sustituir la maternidad por el sueño capitalista de la hiper-productividad y el trabajo como el sentido último de la existencia. Si no se trata de eso, ¿qué cosas me consolarán en mi vejez? ¿qué recuerdos, qué satisfacciones?


En este planeta hay peligros, pero también imaginaciones radicales. Mis amigas sin hijes hablan de vivir juntas cuando seamos viejitas: de crear comunidades que no pasen por las formas tradicionales de familia. Des-familiarizar el cuidado, híjole, qué sueño feminista y emancipador! Quizás este planeta tome formas que me gusten si quienes estamos aquí trabajamos para ello.


Mientras tanto sólo ensayo. Exploro. Cuando el planeta se siente muy solo y la experiencia es más parecida a la del exilio que a la de la aventura, me dedico a buscar pistas. Quisiera escribirles a las que vienen y dejarles no un mapa pero sí, de perdido, un mensaje de bienvenida. Quisiera convencerlas de que ampliar lo posible encarnado es una empresa que vale la pena.


Ser mujer sin hijes se siente como estar en una fábula en la que yo soy la moraleja.




Pero a veces ese planeta no se siente como la promesa de algo radical y gozoso. A veces siento como si, más bien, sin darme cuenta fuera un personaje de un cuento destinado a enseñar y disciplinar a las demás.


Nuestras experiencias de no-maternidad son invisibles. Sobre todo las de quienes no somos mamás pero somos ciudadanas del Sur Global. La figura de las no–madres ha sido también colonizada por representaciones específicas de género, pertenencia geográfica y racial, y clase. En el imaginario, las no-mamás son como las protagonistas de Sex and the City (o poco menos): mujeres exitosas en lo productivo, que viven solas y viajan por el mundo, y salen a bares glamourosos los fines de semana, y se compran todo lo que quieren: desde cremas antiarrugas hasta costosas botellas de vino. Estas mujeres no temen a la vejez porque tienen pensión asegurada, casa propia, Estado de bienestar con políticas de cuidado para toda la ciudadanía. Estas mujeres tienen vidas hiper-productivas que habrán de ser recompensadas por el capital en los años venideros.


Quizás una minoría de la ya de por sí minoría que somos las mujeres sin hijes en el Sur Global tiene estas características. Las demás vivimos la no-maternidad muy lejos de esta fantasía norte-céntrica.


Mi tesis me dio la oportunidad de platicar con mujeres profesionistas en empleos precarios, todas ellas sin hijes (a pesar de que esa no fue una característica que busqué para el trabajo de campo). Todas coincidían en la imposibilidad de tener hijes debido a las condiciones materiales que vivían. Es también mi caso: tengo 36 años, no tengo trabajo estable, no tengo casa propia, no me alcanzaría el dinero para pagar la renta de un departamento para mi sola si me separo de mi actual compañero. Quizás las mujeres del Sur Global decidan no ser madres no porque persigan el sueño capitalista de una liberación femenina productiva y liberada del cuidado, sino porque la precariedad se encarna y vive también como un proceso relacionado con la reproducción social.


O quizás las mujeres del Sur Global no tengan hijes porque tienen condiciones médicas costosísimas de atender, y porque la reproducción asistida es sólo una posibilidad para la minoría que puede pagarla.


O quizás las mujeres del Sur Global no tengan hijes porque ya fueron cuidadoras en ejercicios desligados de la maternidad, pero no del patriarcado: porque fueron adolescentes que cuidaron a sus hermanites mientras sus mamás trabajaban, porque siempre tiene que haber una mujer sin hijes para cuidar a los padres ancianos.


O quizás haya personas que pertenecen a las disidencias sexogenéricas, cuya sobrevivencia en el Sur Global se ve amenazada y sus derechos negados, y por esa razón no les es posible tener hijes.


No ser mamá es una condición que obedece a un montón de factores. No hay una sola razón, sino una madeja enredadísima de afectos y materialidades.


Pero, obviamente, ninguna es tan ingenua para pensar que esta desobediencia va a pasar desapercibida en un sistema que constantemente disciplina las vidas y los cuerpos de las mujeres. Yo a veces me malviajo muchísimo pensando en el futuro. Sin pensión, sin sistema de cuidados, sin hijes: ¿cómo voy a sobrevivir en mi vejez?


Y, vamos, ya sé que una no tiene hijes para que la cuiden. Pero sí es verdad que la familia ha sido una forma de comunidad íntimamente relacionada con la sobrevivencia en contextos de precariedad. ¿Cómo sobrevive la gente en nuestros territorios? Gracias a la comunidad. ¿Cómo se organiza esa comunidad? En la mayoría de los casos, a través del parentesco.


Quienes estamos fuera de esa organización tradicional de la comunidad tendremos que crear nuestras propias estrategias de sobrevivencia y bienestar. El reto inmenso es que para ello no contamos con el mercado (si somos precarias), ni con el Estado (tan alejado del cuidado en general, y del cuidado de las no mamás en particular). Nos tenemos sólo a nosotras mismas, y a veces es esperanzador y emocionante como explorar un planeta nuevo, pero a veces es aterrador como un cuento de los hermanos Grimm: “entonces esas mujeres, por egoístas e irresponsables, por desobedientes, por individualistas, por huevonas, por miedosas, por malas, acabaron sus días en manos de la caridad o la suerte… acuérdense de ellas, niñas del futuro”.



Ser mujeres sin hijes se siente como comerte el último chocolate de la caja




Algunos chocolates se disfrutaron más que otros, pero el último, pese al disfrute, deja un saborcillo a nostalgia en la boca. Porque la caja se terminó, y porque las mujeres sin hijes somos el punto final en nuestra línea generacional.


Hace un par de años fui a un retiro feminista para mujeres. Una de las asistentes había perdido recién a su abuela, quien fue su cuidadora principal, así que decidimos que la última noche se trataría de celebrar a nuestras ancestras. Hicimos una fogata, y cada una tenía que honrar a sus ancestras como quisiera: algunas sólo las nombraron, otras ofrecieron canciones, rezos, recuerdos, flores, ramas. Todas estábamos llorando desde el principio pensando en nuestras madres, abuelas, en lo mágico que se siente saber que algo de ellas sobrevive en ti, que somos ‘carne de su carne’, testigas de sus historias.


Después de la primera ronda, el círculo se quedó en silencio un buen rato. Hasta que alguien empezó a decir que se sentía de duelo porque también estaba despidiéndose de la idea de un día ser ancestra de alguien. Varias de las presentes tampoco teníamos hijes, por lo que fue fácil relacionarse con ese dolor. ¿Quién se va a acordar de mí dentro de muchos años en las próximas noches de honrar a las ancestras? ¿quién va a hablar de mí con cariño, quién va a heredar la biblioteca que tengo años armando? ¿nadie? ¿de qué forma me voy a quedar en el futuro de esta humanidad y de este mundo al que llamo mío?


Obviamente, no será en forma de mi descendencia. No habrá hijas ni nietas guardando mis cenizas. Quizás por esto, otra vez, la urgencia de la metáfora maternal. Pero, si no me permito caer en esa tentación, entonces creo que lo único que me queda es esperar que mi legado sea para sus hijas, y que se trate de no ser una moraleja patriarcal. Ahí se abre la posibilidad del puente y el diálogo. Quiero que las mujeres sin hijes construyamos comunidades de cuidado placenteras y justas; quiero que demandemos políticas públicas de salud y vivienda para todas; quiero que ampliemos lo que quiere decir ‘el derecho a decidir sobre nuestros cuerpos’ para que incluya la posibilidad de la muerte voluntaria; quiero que creemos archivos de nuestras experiencias con el amor, el placer y la felicidad, que dejemos testimonios no desde la carencia sino desde la convicción de que podemos vivir de formas distintas a nuestras madres, y que algo hay de valioso en esa diferencia (y en preservar su posibilidad). Quiero que cuestionemos la idea capitalista de que la producción y el consumo son los únicos sustitutos legítimos de la maternidad, la única forma en que el sistema puede validar nuestra existencia. Quiero que dejemos este planeta lleno de cosas chidas para que sus hijas no tengan miedo de venir si así lo desean.







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