Para CMS, siempre valiente
Veo en Twitter una foto de Julián Herbert anunciando su próximo concierto, con el grupo Los Tigres de Borges. Promete que esta vez no se quitará la ropa ni romperá botellas.
Mientras veo la foto, recuerdo un concierto de Julián por allá en el 2006, con un grupo que entonces se llamaba Las Madrastras, en un bar que entonces se llamaba El Hijo Desobediente (y que creo que ya no existe). Yo fui a ese concierto, a mis 21 años, estudiante de la Facultad de Economía. No supe si al final se quitaron la ropa o rompieron botellas porque me fui antes de que se terminara. No conocía a mucha gente del selecto grupo de artistas e intelectuales saltillenses que se reunieron ese día: no saludé a nadie en el público (pero si vi que entre ellos había gente que mostraba mucha familiaridad), nadie se dio cuenta de que me fui pronto.
En ese año, por esos meses, yo atravesaba uno de los peores episodios depresivos de mi vida. El peor de esa vida y mis 21 años, uno de los peores de esta vida y mis 37. Con el tiempo, muchas lecturas y muchas horas de terapia, he llegado a la conclusión de que mis episodios depresivos en Saltillo (dos muy serios) eran sobre todo miedo. Un miedo que tenía metido en todo el cuerpo, en todos los huesos, un miedo que controlaba todo lo que pasaba a mi alrededor. Estaba muriéndome de miedo, paralizada por el miedo. Es curioso, porque de esta emoción pensamos que es algo pasajero: el sudor, la boca seca, los latidos del corazón acelerados. El mío no era un miedo de película slasher: era un miedo de raíces muy profundas, que me ataban a la realidad y al mundo con ellas pero sólo a cambio de consumir por completo mi energía, mi alegría, mis ganas de estar viva. Tenía miedo y sobrevivía, y estas dos cosas eran absolutamente inseparables.
Pero entonces yo (y todas las personas a mi alrededor) llamábamos a este miedo Depresión. El miedo Depresión se debía a que estaba a punto de terminar la licenciatura y sabía (con todo mi cuerpo) que quería irme de Saltillo, pero la única opción viable para eso era ganarme una beca CONACYT. Tenía el plan hecho, había investigado programas de posgrado, había revisado planes de estudio, había elegido las tres maestrías que más me interesaban. Estudiar una maestría en sociología, siendo hija de mis padres (ambos trabajadores en el comercio informal) era una excentricidad no celebrada. Mis papás hubieran preferido otro destino para mí, más directo al bienestar y más alejado de lo que había sido la experiencia familiar de “batallar” toda la vida económicamente. Hoy entiendo, también, que todos esos “piénsalo bien” eran la forma en que mis padres mostraban también sus propios miedos, herencia familiar de quienes habitamos el mundo desde los márgenes.
Ellos hubieran preferido para mí, por ejemplo, un destino como el que hasta poco antes parecía claro: que me casara con un médico. Tuve un novio estudiante de medicina, C., por muchos años. C también tenía miedo de lo que seguía: terminar la carrera, presentar el hiper-competido examen para especialidades médicas. En el 2006 C pasó el examen y decidió que no quería seguir siendo mi novio, que éramos demasiado jóvenes, que la vida (también para él fuera de Saltillo) apenas empezaba y no valía la pena entrar a esa etapa de estudio y triunfo con una novia de la mano. Al menos no conmigo, al menos no en esa relación.
Además de tener el corazón rotísimo como sólo puede tenerse a esa edad, terminar con C., que había sido mi cómplice miedoso, me había dejado despavorida. ¿Y si no pasaba el examen para la maestría, si no me ganaba la beca, si encima de todo jamás volvía a enamorarme? Sentía que El Futuro pesaba sobre mí como una sombra oscurísima, y sentía que sólo tenía una oportunidad de atravesar esa cuerda, un solo tiro. Las cosas eran Todo o Nada en esos años. Hubiera querido que alguien me dijera que la vida no era así, que si no pasaba el examen de admisión no era el fin del mundo, que había otras escuelas, otros posgrados, otras oportunidades. Que en el futuro habría más amores, y que jamás iba a echar en falta el prestigio prestado de ser “esposa de un médico”.
Las voces que me rodeaban y que estaban adentro de mi cabeza me decían todo lo contrario. Una sola oportunidad y si te equivocas no hay vuelta atrás. Esas voces también me decían que C iba a tener una novia guapísima, que no fuera tan abierta y estúpidamente opuesta a los mandatos de género como yo había querido serlo. Ahí está tu feminismo, N. (Otra excentricidad que en mi contexto tampoco era muy celebrada que digamos…).
Por esos días apareció M en mi vida. M era un poeta, estudiante de literatura, que hasta hacía pocas semanas había sido el novio de una amiga cercana. M empezó a buscarme mucho por los medios en que nos buscábamos por esos tiempos: msn, se pasaba por mi Facultad en las noches a esperar que saliera de clases, me buscaba en la biblioteca por las tardes. M dijo exactamente las cosas que se suponía que alguien como yo necesitaba en ese momento de Depresión. Me dijo que era bonita pero que, sobre todo (ay, cómo olvidar esos halagos!), era muy inteligente. Me escribió un par de poemas. Todes decían que M era un chico brillante, con un futuro luminoso en las letras. M decía que yo era la mujer más interesante que hubiera conocido, que incluso algo profundo había en mi Depresión.
M fue quien me invitó al concierto de Las Madrastras (él sí conocía a varios de los asistentes). En algún momento yo no podía más con el ambiente, me iba sintiendo cada vez más sola, me quería ir. Salí del bar, M me siguió, me dio la mano, caminamos un rato por las calles del centro, nos besamos muchas veces. Y luego M dijo que tenía que regresar al concierto porque había quedado de ver a alguien al final. Me dejó sola esperando un taxi en una calle cerca de la Alameda.
Eramos tan jóvenes.
Creo que M era honesto en las historias que se contaba, que se enamoraba de verdad, y se desenamoraba de verdad, y de verdad pensaba que yo era inteligente o linda o interesante. No culpo a M, ni a C, ni a todos los hombres que en aquel entonces tenían un futuro brillante por delante. No los culpo por su confianza en sí mismos, no los culpo por sus historias de amor y desamor en donde las mujeres éramos personajes secundarios que aparecían y desaparecían según los intereses del protagonista. No los culpo por estar convencidos de que el mundo era suyo.
Yo era una mujer muy joven, working class, de provincia, aterrorizada de sus propios deseos. Una morrita que tuvo que pasar por muchas cosas para aprender a decir: el mundo era mío, y sólo yo podía dármelo. Qué bueno que me fui, aunque eso haya significado dejar de escuchar todas las músicas de Saltiyork.
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